viernes, 25 de diciembre de 2009

Vercingetorix

A mediados del siglo I a.C. la Galia independiente ya había sido sometida. Una tras otra todas las tribus habían claudicado ante César: algunas habían visto cómo sus ciudades sufrían largos asedios, para terminar rindiéndose; otras habían firmado pactos y alianzas para evitar que sus habitantes sufrieran las consecuencias de la rebeldía. Es en ese momento cuando los galos empiezan a comprender que la dominación romana les lleva inevitablemente a la servidumbre y que el fin de su mundo es ineludible si no se enfrentan de nuevo a Roma para recuperar su libertad. Durante los seis años que César había tardado en controlar la Galia se habían producido varias sublevaciones en distintas tribus, pero estos intentos habían fracasado. Aunque los druidas apoyaban e incitaban los movimientos de rebeldía y trataban de organizar la resistencia, los celtas se dejaban arrastrar por su tendencia natural a la indolencia: se reunían en asambleas en las que los jefes exponían los agravios que habían sufrido, justificaban sus debilidades en la guerra y sus acuerdos con Roma, se lamentaban por el deshonor que sufrían y por la libertad perdida, reclamaban una muerte con honor antes que la vida en esclavitud, y finalmente se hundían en la melancolía y el individualismo.




Estas asambleas terminaban con un banquete en el que los guerreros ahogaban su desdicha en cerveza, y el orgullo celta quedaba satisfecho con los desafíos que surgían entre ellos en defensa de un honor y una posición que ya no valían nada frente al poder de Roma. Pero en el invierno del año 52 a.C. los galos, animados por el éxito de la resistencia británica comenzaron a tramar una sublevación nacional. La tribu de los carnutos proclamó su decisión de ir a la guerra y pidió un pacto de todos los galos que asegurara la unión. Por primera vez los celtas tenían un enemigo exterior que estaba a punto de terminar con su mundo y al que, como ya habían comprobado, no podían vencer con su forma de entender la guerra.



Frente al orden y disciplina de las legiones, frente a su frialdad en el combate y, sobre todo, frente a la astucia y la magistral estrategia de César no se podía plantear la guerra como una lucha de hombres libres y heroicos que buscaban el desafío o el combate singular y libraban batallas que sus mujeres e hijos podían contemplar desde la retaguardia mientras ellos exhibían sus capas de colores, sus cascos y escudos relucientes y su habilidad como jinetes o conductores de carros. Para enfrentarse a Roma se necesitaba disciplina, una movilización general y un mando único que pudiera decidir las tácticas y la estrategia y que fueran capaces de coordinar la intendencia necesaria para mantener abastecido a un ejército de miles de personas. Pero por encima de todo, necesitaban un jefe que fuera obedecido: era preciso superar la organización política tribal y buscar un caudillo que pudiera enfrentarse a César y hacerse obedecer por el conjunto de los jefes de las tribus galas. Los druidas estaban decididos a evitar una sublevación parcial que, unida a la falta de unidad y disciplina entre los jefes, llevara a la derrota. Ahora contaban con un hombre al que podían convertir en caudillo: Vercingetorix.



Desde hacía tiempo en la Galia independiente se estaba produciendo un fortalecimiento de ciertos clanes de la aristocracia que aspiraban a convertirse en casas reales. Precisamente, entre los arvernos el padre de Vercingetorix había sido un defensor de la realeza, idea que por otra parte no es nueva en el mundo celta, pues en Irlanda existía la "realeza suprema" desde la llegada de las primeras emigraciones celtas. Vercingetorix aparece justo en el momento en que la situación requiere un caudillo. Los celtas tenían una idea muy precisa del caudillo; era un jefe al que los otros jefes juraban lealtad y obediencia. Con este juramento le conferían un poder total, por encima de los jefes de tribu y de asamblea de hombres libres, a los que el caudillo no tiene que consultar sus decisiones, aunque sí debe informarles. Un caudillo es una persona sagrada o iluminada para realizar una misión, por tanto su condición de caudillo debe ser ratificada por los druidas. De hecho son ellos quienes lo crean, no sólo al darle su apoyo sino también realizando toda la labor diplomática necesaria para convencer a los otros jefes de que le presten juramento. Pero el poder del caudillo es temporal y el juramento de obediencia puede ser revocado en cualquier momento. El mecanismo del caudillaje es el mismo que el de la clientela: los hombres libres pueden unirse al jefe que quieran, comprometiéndose así a luchar junto a él, con sus hombres, y lo acompañan en la caza o las incursiones guerreras; a cambio, el jefe les proporciona un precio de honor (les da ganado) y la solidaridad y protección del grupo. Pero la clientela no implica ninguna pérdida de libertad, el compromiso puede finalizar cuando una de las partes lo quiera, puesto que por encima de todo son hombres libres.



La tribu de los arvernos había sido aliada de Roma, pero cuando Vercingetorix conoce la decisión de los carnutos y ante la evidencia de que la situación es cada vez más grave, decide levantarse en armas con toda su clientela; a continuación envía embajadores a las otras tribus y se dedica a reclutar gentes para la sublevación.



Muy pronto sus partidarios lo proclamaron rey y el joven jefe comenzó a organizar la resistencia: decidía las tropas que cada tribu tenía que proporcionar, las armas que cada ciudad debía fabricar y las zonas que sus ejércitos habían de tomar y controlar. Para los druidas ya no hubo duda, aquél era el caudillo que podía unir a todos los celtas y llevarlos a la guerra contra Roma.

Vercingetorix fue el primer caudillo que intentó salvar el mundo celta, detuvo la victoria romana en la Galia, obligó a los celtas insulares a continuar la lucha por su supervivencia acaudillados por Caradawac, jefe de los trinobantes y catuvelaunos, y Boadicea, reina de los brigantes. Curiosamente, esas tribus habían sido las más romanizadas de Britania, pero la opresión de Roma las convirtió en líderes de la sublevación.



Vercingetorix pronto controlaba la Galia independiente y amenazó con invadir la Galia romana. Ante esta situación, Julio César se pone al frente de las legiones. Se inicia un feroz combate entre ambos jefes militares a lo largo de todo el territorio galo. El romano intenta reprimir la sublevación destruyendo las ciudades más ricas de las tribus sublevadas, pero Vercingetorix no es un enemigo fácil. El galo sigue la táctica de la "tierra quemada" y arrasa los campos y las ciudades hacia las que se dirige César, de manera que las legiones no encuentran avituallamiento: hasta veinte ciudades son incendiadas por los propios galos. Las fuerzas de ambos ejércitos están muy igualadas, pero los celtas parecen estar marcados por la fatalidad.



Como si su carácter y sus creencias pesaran sobre ellos como una maldición, en el momento en que César está acorralado y los galos tienen en sus manos el futuro de Roma, que es como decir el futuro del mundo, Vercingetorix toma una decisión nefasta: cuando llega a la ciudad de Avaricum, capital de los biturigos, que era el objetivo de César y su última oportunidad de éxito frente a la estrategia del caudillo galo, éste cede ante las súplicas de sus habitantes y no incendia la ciudad. No se trata de una debilidad, ya que Vercingetorix, como jefe supremo, se siente obligado a conceder a los habitantes de Avaricum la defensa de su ciudad por el mismo mecanismo que rige en el "juego de los dones" y que obliga al jefe a aceptar las peticiones que se le hagan. Así es como sufre su primera derrota ante César. Pero se refugia en Gergovia. Esta ciudad, capital de los arvernos, era una fortaleza inexpugnable.



La rebelión se fortalece entre aquellas tribus que todavía se mostraban remisas, como los eduos, tradicionales aliados de Roma y Vercingetorix es confirmado como caudillo de toda la Galia en una asamblea general de las tribus y los jefes. Una vez más, le juran lealtad y obediencia según el rito de la clientela: de uno en uno dejan sus espadas a los pies del caudillo.



César, prácticamente derrotado, recurre a la ayuda de los germanos que se habían establecido en la orilla este del Rhin. La situación es muy favorable para los galos, pero Vercingetorix se deja arrastrar de nuevo por el espíritu celta y cede ante las orgullosas pretensiones de sus jefes, que desean enfrentarse con Roma en una batalla campal. La decisión fue un grave error. A pesar de los logros de Vercingetorix como militar, los galos seguían siendo inferiores a los romanos en ese tipo de combate, pues no habían superado totalmente su individualismo bélico.

La orgullosa y heroica caballería gala fue derrotada fácilmente por las disciplinadas y eficaces legiones romanas.



Ante este desastre, el caudillo comete su tercer y definitivo error: se refugia en Alesia, otra fortaleza inexpugnable, pero esta vez César le persigue y no se limita a ponerle cerco para tratar de rendirlo por hambre, sino que se atrinchera de tal manera que convierte el cerco de Alesia en una doble fortaleza. Rodea totalmente la ciudad, dejándola encerrada y construye un sistema defensivo orientado hacia la ciudad y hacia el territorio circundante: fosos, empalizadas, todo tipo de trampas y las mejores máquinas de guerra se instalan en esa nueva fortaleza en al que César aguarda pacientemente, logrando que nada ni nadie pueda entrar o salir de Alesia. La situación de los sitiados, guerreros y habitantes de la ciudad, se hace angustiosa. Mueren muchos más de hambre que por las pequeñas escaramuzas que tienen lugar. La única esperanza de Vercingetorix es que los jefes que no están con él sean capaces de reclutar un gran ejército, que consigan armarlo y disciplinarlo, que elaboren una estrategia y que colaboren para llevarla a cabo y romper el cerco. Pero esto más que una esperanza era un sueño. Aunque los jefes más conscientes de la gravedad de la situación lograron reunir el ejército no pudieron evitar que, mientras acechaban en los bosques el muro romano que les separaba de su caudillo, renaciera el orgullo y el individualismo celta.



Su principal preocupación era quién debía mandar las tropas, pues siendo todos jefes igual en rango y condición no les resultaba grato obedecer a otro. Surgen las reticencias y las envidias y la desconfianza. Finalmente, llegan a una conclusión: sólo es posible liberar Alesia con un ataque combinado de los sitiados y el ejército salvador. Pero los primeros estaban ya demasiado debilitados por el hambre y los segundos no consiguieron mantener la disciplina en el ataque. La falta de coordinación y la dificultad para superar los obstáculos de las defensas romanas produjeron una rápida desbandada general que terminó, más que en una derrota, en una auténtica matanza. Tras la victoria, César exigió que se le entregaran las armas y a los jefes rebeldes. Los guerreros galos desfilaron ante él depositando las armas a sus pies y finalmente le entregaron a su caudillo.



Vercingetorix no era solamente en jefe político y militar, como caudillo estaba obligado pro la devotio, que consistía en la consagración de la propia persona a los dioses para obtener la victoria. El caudillo desempeña una función sagrada y tiene la responsabilidad suprema, por tanto debe sacrificar su vida para evitar la masacre de sus tropas. Es el sacrificio del héroe, similar al suicidio de Breno cuando fracasa en su aventura en Delfos, o al de Bran, que pide a sus compañeros que le corten la cabeza cuando fracasa en su intento de conquistar Irlanda. Esta costumbre era común a todos los pueblos celtas. Para ellos la guerra es una actividad espiritual y la muerte gloriosa en la batalla tiene un carácter religioso, así como el suicidio del guerrero vencido, porque existe un lazo que une indisolublemente al guerrero con la muerte. Esta unión, además de en la devotio, se encuentra también en los soldurios o los ambacti de la Galia: se trata de una versión guerrera de la clientela que consiste en que un grupo de guerreros se unen a un jefe y juran seguirle hasta la muerte, compartiendo con él la victoria o la derrota y comprometiéndose a no sobrevivirle si muere.



Desde un punto de vista histórico, las gestas heroicas celtas son grandes fracasos: el ataque a Roma termina en derrota y el asalto a Delfos también; los tres grandes caudillos Vercingetorix, Carawac y Boadicea son derrotados; e incluso el reino legendario de Arturo se destruye por el fracaso en la búsqueda del Santo Grial. Y sin embargo el fracaso militar y político no importa, la aventura épica se convierte en leyenda y sobrevive forjando el espíritu del pueblo celta, tal vez porque para ellos lo fundamental no era la victoria, sino el sentido de la vida y la muerte, la lucha, el honor y el valor, es decir, la libertad.

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